domingo, 8 de noviembre de 2009

Mares de hielos azules

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Pintura de Helmut Disch (detalle)
Amargas las manos de tanto sudor, Desiderio terminó de cargar su vieja canoa, como lo hacía cada día fijando su vista en algún punto lejano, allí en medio del mar, aquel intenso amigo.
El sol comenzaba ya a asomar sus primeros y espectrales rayos sobre las aún oscurecidas tintas de la noche. Esa inmensa bola roja había sido siempre su guía.
Tomó una vez más su crucifijo y lo besó como en cada amanecer donde las aguas se le acercaban para invitarlo, para desafiarlo a que intentara una vez más robar su tesoro.
Siguiendo su ritual, giró la cabeza hacia el caserío que aún dormitaba. Ubicó su pequeña choza de barro y paja, en la que imaginaba a sus niños y a Francia, su esposa, dormitando el último acto de algún sueño pequeño.
Comenzó a empujar, pero como cada día el mar lo rechazaba con entusiasta cólera.
Cada ola era un negro obstáculo familiarmente cotidiano.
Al fin, alcanzó la rompiente del oculto coral y desplegó su pequeña y amarillenta vela latina. Un leve triángulo de tierra inmerso en aquel fragor. Añosa de tanto sol y salada brisa. Sus oscuras aureolas le hablaban de aventuras pasadas donde los protagonistas habían sido su padre o su abuelo. Algunas serían parte de su legado a los niños que Francia le había dado.
Eso y el oficio.
Tomando la pala del timón arrumbó hacia la boca de la bahía, mientras acariciaba con sus ojos cada recodo, grieta o cueva que se dibujaba sobre los farallones que la encerraban. Aquellas superficies ásperas y resecas eran, en su frialdad, cálidas a su curtido corazón.
Cuarentitrés años contemplando ese mismo paisaje. Nunca había pensado en nada diferente, nada fuera de aquél pequeño mundo que lo encerraba dentro de su libertad.
Allí donde el risco caía abruptamente en las aguas y sólo la inmensidad de éstas debían quedar a la vista, comenzó a dibujarse una angulosa figura totalmente ajena a lo natural. El color intenso de su superficie, el ruido apagado de motores y las vetas de oxido y lapas adheridas en su contorno, traían hacia Desiderio aires de mundos lejanos que nunca llegaría a conocer.
Ese pensamiento comenzó a atormentarlo.
Ellos venían por su cosecha sin haber sembrado ni una gota de sudor en aquel, su querido Caribe.
Tenían las costumbres del desarraigo y la invasión.
Vagaban al acecho por lugares que él jamás habría imaginado, ondeando la bandera de cielos blancos con un inmenso sol naciente en su centro. Constituían una amenaza. Una amenaza de muerte. Del fin de los días de tibios amaneceres, la seguridad de sus niños y su mundo de tradiciones.
La marca de dos conos unidos por sus vértices y otro adicional en dirección al aparejo, hablaban de cientos de metros del mismo y un buque en plena faena.
Aquellos seres pequeños curtidos tal como él, corrían sobre cubierta en un ritmo ascendente que parecía más de desesperación que de unión con su propia naturaleza.
¿Qué podría excitarlos tanto?
Desiderio sólo lograba comparar esa agitación con la que resultaba de las fiestas parroquiales, cuando el ron y el aguardiente eran la sangre bombeada por los corazones de la turba creyente en las leyes del destino.
Bravíos bajo el efecto del alcohol al punto de poder dominar al toro más arisco con las manos limpias y embrujar a la más deseada con el verbo incontenible de quienes no encuentran barreras a sus impulsos.
Desiderio contempló las viejas boyas y la pequeña red de arrastre. Sus bienes mas preciados. Objetos que en su antigua simpleza constituían el sostén de su estirpe.
Luego contempló el barco factoría decorado con símbolos de mundos lejanos. Vio su pontón posterior descendiendo implacable hacia las aguas. El trajinar de los tripulantes. El ruido de los malacates liberando las redes mientras el buque tomaba un curso circular haciendo efectiva la trampa en plena maniobra de calado de red alrededor del cardumen.
Arrió su vela y permaneció un largo rato contemplando la maniobra mientras el oleaje lo mecía rítmicamente, acompañando uno tras otro sus sorbos de aguardientica.
Permaneció aletargado, sentado sobre la pequeña canasta de víveres que le preparara Francia para soportar los rigores del día con papayas, pescado y patacón pisado.
Sometió su imaginación al duro transe de ver su negro futuro en aquellas aguas, el destino de su casta, su impotencia para cambiar el rumbo navegando otro tipo de mares.
Vio la herencia hacia sus hijos como algo de otra raza, ajeno e inútil.
Sopesó la situación y un amargo llanto de varón vencido reventó en su pecho. Maldijo en su dialecto indígena tanto como sus pulmones le permitieron.
Se irguió desafiante, un brazo en alto con una mano de vidrio y alcohol por la mitad, agitada por la ira.
De pronto el mundo se tumbó sobre él.
La espuma lo devolvía una y otra vez, mientras los restos de la canoa mostraban su quilla al cielo.
Alguien gritó palabras rotas.
Un repiqueteo de alarmas de simulacro sonaban y se acallaban según el devenir de las olas.
Ahora silencio.
Ahora campanadas.
Dos triángulos, uno rojo y el otro amarillo unidos, se izaron dando aviso de hombre al agua.
Desiderio flotó a la deriva un tiempo manco de toda manecilla, hasta que una cara extraña, mezcla de pez y de hombre, le sonrió casi sin ojos que ver.
Los sonidos no decían nada, sólo los gestos.
Ese ancestral idioma hizo que fluyera un nuevo tipo de comunicación entre aquellos competidores y el indígena pescador.
Parecían sentir más de lo que las palabras lograrían expresar.
Aquellos extraños seres comenzaron a parecerse extrañamente a él mismo. Tal vez llevados a esa vida por razones similares a las de Desiderio. En escaso tiempo, acelerado por el alcohol, tal vez, se vio a sí mismo como uno más de aquellos desterrados merodeadores.
Mas tarde habló también con Francia, para que lo espere. Abrazaría a sus hijos soñando con un legado mejor. Su compadre cuidaría de ellos. Había decidido abrir sus manos en surcos sangrantes de esfuerzo, separar sus huesos en tareas imposibles, lograr un lugar para la ida, el aprendizaje, la aventura.
Un volver a empezar.
El lugar para el retorno estaría allí, esperándolo, entre los farallones, la playa y el mar.
Dicen que Desiderio cayó al mar un día de Agosto.
Allí donde los hielos azules navegan a la deriva y las aguas se espesan en tintas de frío.
Uno de aquellos tantos lugares que jamás pensó que pudiera llegar a ver.
Francia nunca lo supo ni intentó saberlo. Simplemente dejó transcurrir el tiempo mientras sus hijos besaban un crucifijo cada mañana, antes de empujar aquella pequeña canoa de vela latina rumbo al sol naciente, aquel mismo que había sido guía de un pasado indígena difícil de superar.

OPin
Once Cuentos sin Rumbo
Bs. As. 2000
© Copyright 2010
Once Cuentos sin Rumbo
ISBN 987-43-8446-9

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