El Eternauta - obra de Guillermo Enrique Vidal
El cielo apocalíptico de la puerta de Tannhäuser nos impedía ver las galaxias cercanas.
La nave que nos había acercado hasta allí ya se retiraba tosiendo nubes de gasoil en medio de vapores malolientes, luces apagadas y sonidos chirriantes que nos hacían preocupar por aquellos que aún se encontraban en sus entrañas. El humo que salía por su parte trasera convertía en irrespirable el aire de esa tarde de verano.
-Es un secreto- le dije a Manu mientras avanzábamos por la vereda.
-Mamá no quiere que diga secretos…
-No, no quiere que digas mentiras, un secretito es no contar alguna cosa y está bien tener algunos.
-No. Igual no quiere. ¿Vamos a comer helado, o no? Del de Dulce de Leche granizado y con chispitas y bañado de Chocolate con cucurucho doble y…
-Si pero antes…un viaje espacial, como te había prometido.
Su carita de pronto se puso seria y dejó de posar la lengua en el chupetín giratorio que a toda pila daba vueltas sin cesar. Sus ojos se abrieron en una expresión primero de asombro y después de duda teñida de desconfianza.
- Bueh…si, pero me dijiste...me prometiste…
-Confiá en mí. Después tomamos el helado. Eso si, tenés que estar cayadito. Sin decir ni una palabra porque tenemos que entrar sin que nos vean los dueños de la nave. Son criaturas horripilantes hasta para nosotros que conocemos a los peores monstruos del universo.
-¿Son de los buenos?
-Si. Son buenos, pero un poco tímidos. No quieren que los miren. Así que yo te aviso si vienen y vos mirás para otro lado, así no te ven. Se enojan mucho de la vergüenza.
-Bueno.
-Dale, vamos. ¡Que corajudo! Así me gusta ¡Hijo e´tigre!...
Tomé la mano de Manu y nos dirigimos hacia la oscura escalera que descendía a las profundidades. Su manito estrujaba la mía con fuerza mientras en la otra aferraba su dulce que no paraba de girar.
-Apagalo para que no nos escuchen llegar. Tienen muy buen oído. Seis creo.
-Si.
Con los dedos pringosos de tanto caramelo, buscó la llave interruptora que casi suspiró de alivio cuando al fin se pudo desconectar.
El túnel al final de la escalinata olía a entrañas descompuestas, a tierras muertas, a humedades excesivas, a especies de reptar gelatinoso desconocidas por mí, que seguramente transitaban por esos pasadizos frecuentemente. La oscuridad lo inundaba todo sin remedio, obligándonos a tantear las paredes viscosas para no perder el rumbo o trastabillar.
Hilos de aguas nauseabundas parecían brotar de las paredes y surcar los peldaños en un continuo descenso arrastrando colillas de cigarrillos, tal vez hasta el centro mismo del planeta.
Allá a lo lejos se veía una luz parpadeando levemente. Se convirtió en nuestro faro guía en la búsqueda del recinto donde la nave cual gusano metálico seguramente aparecería. En cada instante en que encendía su luminosidad, podíamos ver a lo lejos un grupo de robots detenidos en hilera uno junto al otro como soldados a la espera de una orden para asaltar la superficie del planeta.
Al verlos, Manu se detuvo en seco, desconfiando evidentemente de seres tan repulsivos a la vista y de considerable fuerza potencial de ataque. Debí apresurarme a tranquilizarlo como cualquier capitán haría con su tripulación.
-Son de los buenos. No nos harán nada. Solo piden algo de comer y giran sus brazos para dejarnos pasar. Seguro no habrá problemas, parecen pacíficos.
No logré convencerlo con argumentos tan vagos.
Del techo colgaban una serie interminable de aparatos luminosos llenos de cables y líquidos fluorescentes que goteaban sin cesar sobre nosotros, mientras que los soldados seguían manteniendo su pose rígida y expectante, inmutables a toda incomodidad.
-Les voy a pedir permiso- le dije a Manu mientras mostraba una TAE Vx2V (Tarjeta de Alimentación Electromagnética Válida Por Dos Viajes) recién encontrada en uno de mis bolsillos y que correspondía a un sobrante de un viaje anterior hacia la superficie de Luxtar23.
Debí acercarme mucho, el soldado obviamente no alcanzaba a verla y debía ponerla sobre su único ojo sano.
Noté que bajo él tenía una ranura por boca y le inserté la tarjeta allí.
Inmediatamente la tragó y la devolvió sacándola por la nariz.
Al hacerlo el soldado batió sus manos de metal en el aire dejándonos franco el paso, en esa tan cerrada fila que formaba con sus compañeros del batallón espacial.
Pasamos entre ellos.
-Decile gracias, pero bajito que nos pueden escuchar los demás.
-Gracias.
Tomados de la mano nuevamente nos acercamos al abismo que separaba los mundos. Ese estrecho espacio por donde en cualquier momento la nave aparecería frente a nuestros ojos.
Al extremo de la larga lanzadera se veía otro tipo de robot parado junto al suelo deslizante que bajaba de la superficie del planeta.
Éste, comparado con los soldados custodios del ingreso, era mucho más alto y de vértices afilados. Parecía estar desconectado o tal vez reposaba en stand by hasta detectar intrusos que atacar y destruir.
Le dije a Manu que tratara de no hacer ruido y que me siguiera despacio, bien pegado a la pared para que no nos viera.
Rozamos excrementos de animales de dos colas y telas de araña de Criterion 5. El olor de otro mundo se impregnaba en nuestras ropas y las hacían cambiar de color. Seguramente mamá tendría mucho que lavar mañana.
De pronto Manu me avisa que desde el otro lado de la lanzadera se ve un robot similar pero que parece tener la carcasa abierta. Cientos de objetos parecidos a módulos electrónicos se podían ver en su interior. Algunos tan delgados como hojas de papel. Otros gruesos como diccionarios.
-Mirá, tiene un Patoruzito…-me avisó Manu-
Pero sorpresivamente una voz extraña retumbó con ecos que rebotaban en el espacio vacío de la lanzadera espacial.
-Srññr pasjjrjro. Nno olllvde compra su boleet. Shubbbsterrrneoos d buhnhosh airrresh llhe dhesha um güeen vhiashe…
Un televisor adherido al techo comenzó a crepitar por un defecto de estática hiperespacial que no nos permitía entender el idioma del ser extraterrestre que desde el cristal de la pantalla nos parecía observar.
Manu corrió a esconderse detrás de mí, pero le aseguré que era imposible que nos hubieran detectado tan pronto. Era domingo y seguramente los seres espaciales estarían comiendo algún asado espacial en la casa.
La tierra comenzó a temblar levemente. Poco a poco ese crepitar se hizo cada vez más fuerte e insoportable. Debí decirle a mi compañero de aventura que apuráramos el paso, que pronto tendríamos que escondernos y rezar para que nadie nos descubriera.
Nos pusimos tras el robot gigante y cerrado. Era de color verde oscuro como las bolas de pasto de Titán 7 o los lagartos bicéfalos de Aktian K y nos ofrecía mucho lugar para escondernos. Ciertamente estaba desconectado.
En pocos segundos el ruido ensordecedor se vio acompañado de luces incandescentes provenientes de toberas que rompían la oscuridad como si ésta nunca hubiera existido. Un flash azul barría el frente a medida que la nave avanzaba sobre líneas paralelas de metal. Seguramente era un escáner láser para detección de intrusos, o al menos eso le dije a Manu para que se tranquilizara.
Acurrucado en la esquina de nuestro refugio apenas asomó su carita para ver de qué se trataba y esperamos pacientemente que la nave detuviera su andar. Parecieron horas.
El silencio reinó.
De repente un gemido a hierros llorando óxidos nos dio el aviso de inminentes cambios y le dije a Manu:
-Compañero, es ahora o nunca. ¿Somos valientes?
-Si pá.
Y salimos corriendo de nuestro escondite hacia las compuertas del inmenso artefacto.
Justo al llegar a una de ellas, ésta suspiró y en un grito casi humano se abrió de par en par, exhalando aires presurizados y vahos de interminables encierros en tardes de verano.
-! Lo hicimos muchacho ¡ ! Lo conseguimos ¡-
Y la palma de mi mano sonorizó su espaldita en una felicitación inolvidable.
Con los ojos llenos de asombro y alegría, Manu pudo observar el puente de mando de la nave con su gran ventana frontal. ¿Cuántos mundos habría visitado? ¿Qué especies raras habrían pasado por ese lugar?
Tratando de mantenernos agachados, nos fuimos acercando al frente y acurrucados en una de las esquinas más oscuras permanecimos callados durante siglos.
La voz mecánica comenzó a emitir sonidos desde la pantalla llena de estática.
-Mmahhntegha cé lejjhos d lahs phuherrthajs.
Las compuertas se cerraron y de inmediato sentimos el vibrar de las turbinas de plasma que comenzaban a generar el empuje necesario para el viaje estelar.
En un pequeño receptáculo a la izquierda se intuía la presencia de algún piloto o conductor manejando la nave.
-Agarráte que partimos- le dije y lo puse frente a mí para que viera el espectáculo de su vida: Un viaje interestelar en directo.
Pronto la aceleración se hizo sentir. Las vibraciones fueron insoportables y las fuerzas G modificaban nuestros rostros sin clemencia.
Intenté cerrar los pasos de aire, pero ya era tarde, la nave estaba presurizada para ese viaje y las manivelas rotas. Las paredes perdían su escuadra y se mecían como si fueran de goma adaptándose a las presiones del espacio-tiempo que las intentaban modificar.
Comenzamos a escuchar voces alienígenas que gritaban por parlantes ocultos
-Pprhoooxymmhaa pharhadha Primheerras Jussnntas…
Las pequeñas pero afiladas uñas de Manu ya se clavaban en mis brazos y la velocidad ascendía en forma constante. Las luces frente a nosotros comenzaban a pasar a velocidades interestelares. Cada pequeño punto de luz, una galaxia. Todos partiendo de un único vórtice desde el cual parecían nacer cada vez más mundos para explorar.
-Vamos a visitarlos a todos Manu. Dame tiempo. - Fue la promesa -
Y el universo se hizo chico.
Me miró a los ojos con la alegría de quién sabe cuál es la magia. Los mismos ojos con los que yo había mirado a mi viejo en aquel viaje interestelar de antaño por la línea “A”de Subte. Y noté que esos ojos veían en mí lo mismo que yo había visto al mirar a mi padre.
Un secreto.
Un sueño.
La nave comenzó su aproximación final hacia una nueva estación interestelar. Era nuestro destino. La velocidad de la luz parecía habernos abierto el apetito, así que una vez que la compuerta se abrió en la próxima estación entre ruidos de quejidos oxidados, bajamos y tomamos el suelo deslizante a la superficie, en busca de un helado de Dulce de Leche granizado con chispitas y bañado de Chocolate y cucurucho doble, allí donde los colectivos y taxis aún no se habían dado cuenta que las naves espaciales viajaban bajo la ciudad.
Dedicado al viejo y al pibe.
OPin
Buenos Aires 2010
© Copyright 2010
Once Cuentos sin Rumbo
ISBN 987-43-8446-9
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