Urbanautas 6 - obra de Pablo Cicerón Pazmiño
Muriel era un angelito, un petardo, una explosión de vida, un pedacito de cielo que no sólo sus padres sabían disfrutar. Cada día a la misma hora acompañaba a su mamá de compras y a hacer sociales con cuanta vecina se les cruzaba en el camino. Ellas sorteaban las baldosas sueltas, navegaban por los charcos que eran mares y probaban las botitas rosas que parecían querer llevarlas a surcar océanos ciudadanos que a muchos otros les ponían los nervios a punto de estallar. Mamá la escoltaba siempre atenta a cada movimiento mientras Muriel sostenía en su mano una Barbie desmembrada y por ello quizás más bella, y en la otra aprisionaba un crayón rojo que con el calor de su cuerpo poco a poco se doblaba y derretía.
A cinco calles de distancia de ese recorrido cotidiano, el Oso Chávez descorchaba el día entre crujidos de nudillos estirados, pedorreas y eructos matinales. Casi nunca se bañaba, pero ese día en particular había hecho una excepción y su melena castaña lucía aún brillante por seguir mojada. Tal vez quien maneja las manecillas del reloj de las coincidencias lo había demorado para que su rutina convergiera en algún punto temporal-espacial en las encrucijadas de la sorpresa y las rutinas de alguien más.
Muriel llevaba puestas sus botitas mágicas por sobre sus medias blancas de algodón también mágicas, por supuesto y calentitas por demás. Pollerita de Caperucita Roja y un pullover de hechicera con la imagen de Bob Esponja bordada en la pechera. El espacio vacío dejado por uno de sus dientitos recién caídos interrumpía su sonrisa de leche luminosa y simpática, informando a quién quisiera mirar que seguramente ya jamás regresaría a su nivel lácteo anterior; que estaba creciendo. El pelo oficialmente rebelde y de subido tono castaño con destellos flameantes en rojo, se reunía aprisionado por un elástico negro decorado con una mariposa cubierta de brillantina que formaba una hermosa y larga cola de caballo del estilo que a su mamá le gustaba cada mañana armar y cuidar.
Abriendo con curiosidad su mano Muriel descubrió el ya derretido elemento de dibujo y tomó la irreductible decisión de desprenderlo con su boca. Comenzó a ejecutar maniobras que resultaban al observador distraído sumamente divertidas y complicadas , pero que eran llevadas adelante con toda terquedad y la sola intención de evitar soltar su muñeca sin brazos. La misma que también estaba vestida con botas rosas y cola de caballo porque a ella misma también le fascinaba esa manera de peinar de su mamá. Como en una toalla frotó y rozó la mano contra la pollera en un intento de desprender el colorido y derretido elemento, que no dejó manchas delatoras sólo por coincidencias de color y tonalidad, pero en la maniobra sus pequeños y rojos labios resultaron pintados por un improvisado rush artesanal que hacía brotar la risa de su mamá y de cuanta vecina cariñosa se acercara a cotillear.
Al Oso también le faltaba un diente, en realidad muchos, pero curiosamente la misma paleta izquierda frontal, mientras que aquellos que quedaban en pie, cual valientes soldados sobrevivientes de alguna guerra, gustaba de recubrirlos en costosas fundas plateadas para asustar e impresionar a los demás. Las botas con punta de acero al estilo tejano, quedaban medianamente ocultas bajo los pantalones de cuero. Su campera de una variedad mucho más plástica y ecológica que cualquiera de cuero natural, cubría su espalda de tachas plateadas agrupadas dando marco a una calavera con alas de ángel y orificios sangrantes en nariz, ojos y oídos para un mejor amenazar. Su largo pelo castaño con reflejos rojizos se reunía en la forma de una cola de caballo mientras la barba se expresaba en toda su hombría en dos trenzas largas y bien cuidadas.
Muriel tomó la leche chocolatada.
El Oso Chaves recién había eructado su primer cerveza.
Con relativa frecuencia Muriel se escapaba de la mano de su madre, casi siempre para correr frente a la mercería que solía mostrar juegos, autitos, pinturitas y muñecas en su vidriera principal. Ella hablaba con su madre, señalaba alguna cosa, le daba instrucciones y retaba a su muñeca, tironeaba de las faldas exigiendo la entrada que sabía mamá retrasaba para cualquier otro día que coincidiera con algún cumpleaños, Día del Niño, Noche Buena, Reyes o Navidad. Pero ella aún así lo intentaba. Luego la miraba y como quién sabe cuál es el punto débil del otro corría desenfrenadamente hacia la esquina riendo con una mirada que era una clara invitación a jugar.
El Oso ya se acomodaba la cola de caballo bajo su casco prusiano de la primer guerra mundial mientras buscaba con la mirada los guantes sin dedos que le ayudaban a manejar en aquellos días fríos su choppera Yamaha Virago 750, negra como la noche, que imaginaba salida de algún comercial de la Harley - Davidson a las que pretendía imitar. A las 9:38 de aquella mañana encendió su corcel del infierno y calzándose las antiparras dio muestras del poderío de la máquina quemando las cubiertas en una humareda de caucho que dejó su impronta marcada en las baldosas de la vereda.
A las 9:38 Muriel reía mirando a su mamá hacer esfuerzos denodados para atraparla. Todavía su semblante no había cambiado para indicar enojo. Aún se trataba de un juego inocente entre dos que se aman.
La esquina de aquella calle bullía como siempre de un tráfico incesante que ignoraba cualquier tipo de medida de seguridad. A las 9:40 el semáforo cambió para detener ese tránsito incesante y permitir que el resto de la humanidad, aquellos que carecen de ruedas, se hiciera por tan solo un instante dueños de ese pequeño espacio de la ciudad y cruzara el río de asfalto con peces metálicos por el puente cebrado de la senda peatonal.
Muriel decidió que mamá la seguiría y encaminó sus pasos con determinación y la audaz idea de cruzar la calle cual alma que persigue el diablo, aunque el diablo tal vez la esperara a medio camino entre ambos lados de ese cruce que a diario juntas solían recorrer.
El Oso ya había alcanzado los 80 Kmts por hora y apenas podía mantener su celular manos libres bajo el mentón apresado por la cinta del casco. En veinte minutos comenzaba su turno y debía llegar a la empresa de distribución antes que los demás si quería obtener una buena cantidad de viajes para hacer la plata del día, del alquiler o simplemente para poner alguna cerveza a enfriar. Aún cuando casi nunca lo hacía comenzó a cortar semáforos sin desacelerar en ningún momento, esquivando a los perezosos o dormidos que se alternaban con los taxis en búsqueda de alguien a quién hacerle perder su precioso tiempo. El amarillo de las luces se hacía amigo apareciendo al límite de la casualidad siendo ya su color preferido como una medalla de oro que lo convertía en el ganador de algún premio a la puntualidad.
A las 9:41 los gritos de mamá frenaron en seco a Muriel sobre el cordón de la vereda, mientras llegaba agitada y con su cara demostrando un sobreactuado enojo. Le sostuvo la mano con fuerza educadora mientras la retaba con una firmeza poco habitual moviendo su dedo índice de manera basculante en un NO mímico repitiendo las reglas de quienes van juntas a pasear a diario por las veredas de esa querida y peligrosa ciudad.
Mamá no escucho el motor de la moto porque la estaba retando.
Muriel tampoco porque la estaba escuchando.
El Oso notó que el amarillo se hacía en cada calle más corto y que tal vez el próximo lo perdería en algún rojo precipitado. Aceleró en aquella última cuadra intentando llegar a su extremo antes que la luz amarilla jugara a las escondidas como una niña rebelde de tan solo cuatro años de edad.
Un camión de reparto terminaba en ese mismo instante su entrega en el supermercado que ambas mujeres intentaban visitar en aquella cuadra y como quién ha dejado de usar los retrovisores por aburridos, extraños o haberlos olvidado, salió de un simple y rápido movimiento impensado hacia el medio de la calle como quien se sabe invulnerable, grande y pesado, imposible de recibir daño pero siempre dispuesto a infringirlo a los demás. Su trayectoria interceptaba la que el Oso como Alejandro Magno en su corcel Bucéfalo se había trazado.
Mamá dijo- Bueno vamos!- y tomando la mano de Muriel, aquella en donde Bob Esponja se había colado en un sticker de transferencia coloreado, se dirigió hacia el cruce sin percatarse que su tiempo se había terminado.
El Oso logró verlas como dos sombras borrosas que se le cruzaban en medio del único espacio que el camión le dejaba como lugar por el que pasar. Volanteó de una manera refleja que le hizo perder la estabilidad, intentó equilibrar su querida y renegrida moto, pero ésta, títere de las leyes de la física y la gravedad, se tambaleó perdiendo la línea, la trayectoria, el camino indicado, convirtiéndose así en una máquina del infierno que sin gobierno llevaba a su jinete por caminos que nunca en su vida hubiera querido transitar. El Oso sabía que ése era el momento de actual, de reaccionar con premura haciendo gala de la experiencia que como conductor había sabido acumular y sin tocar los frenos embragó la máquina e intentó dominarla suavemente, acompañando su equilibrio antes de llegar a perderla en su totalidad.
Las sombras pronto tomaron definición y el Oso vio a Muriel, vio a la mamá, incluso vio el sticker de Bob Esponja adherido en su manito y solo atinó a frenar con todo su cuerpo, con las uñas clavadas en el manillar como si fuera parte de la máquina y su fuerza aplicada pudiera transportarse al motor, a las pastillas, a los discos recalentados ya por el esfuerzo. A último momento inclinó su cuerpo y llevó a todos, máquina y hombre en un deslizamiento por derrape lateral que barría la calle despidiendo los calores que desde el infierno del motor y los escapes se sumaba al de la fricción que todo el conjunto creaba sobre el asfalto.
El tiempo se detuvo, el asombro y el temor acudieron a decorar las caras, mientras el olor a caucho quemado y el ruido ensordecedor de la máquina acelerada en vacío opacaba el grito que aún no había nacido en la garganta de la mamá de Muriel.
Cuando la máquina llegó hasta ellas el Oso pudo ver sus caras, sentir sus alientos entrecortados casi ausentes, mientras el sudor se le colaba por el cuello hacia la espalda en una camara lenta cinematográfica irreal. Una gota cayó desde su frente recorriendo el espacio vacío que la separaba del motor que aún enojado ahogaba sus relinchos. Una nube de vapor se desprendió al contacto de la gota con aquella superficie exigida y ya exhausta por el esfuerzo.
Entre todos reinó el silencio.
El tráfico por la otra arteria comenzó a cruzar.
Muriel parecía divertida. En su cara no había asombro sino algo mucho más parecido a la felicidad. Ella, ausente de cualquier conciencia de lo ocurrido, admiraba aquella imagen oscura e intimidante que recién se detenía en medio de llamativos sonidos, movimientos y olores y sólo atino a sonreír. Una sonrisa amplia, muy amplia. La de un angelito, un petardo, una explosión de vida, un pedacito de cielo que mostraba un diente de leche menos y los labios pintados con crayón derretido de un color rojo intenso. Con una mano estrujada por la desesperación de su madre, Muriel debió soltar su Barbie para agitar la otra y regalarle un saludo a ese caballero negro que había salido de algún cuento de hadas a atronar una mañana como cualquiera que se había convertido en una muy particular.
El Oso Chaves comenzó a temblar, tragó la saliva recién acumulada, sintió el corazón intentando en cada latido abandonar su pecho e invadir su cráneo y con una sonrisa que mostraba la falta de una paleta y muchos dientes plateados, le devolvió la caricia de su gesto agitando también su mano decorada con un águila tatuada que emprendía un nuevo vuelo en la agitación de un saludo amoroso, lleno del agradecimiento a la vida de quien ha engañado a la muerte exactamente en el último momento.
Ese último instante en que el Universo parecía haber logrado al fin el delicado e imperfecto equilibrio que todos soñamos.
A cinco calles de distancia de ese recorrido cotidiano, el Oso Chávez descorchaba el día entre crujidos de nudillos estirados, pedorreas y eructos matinales. Casi nunca se bañaba, pero ese día en particular había hecho una excepción y su melena castaña lucía aún brillante por seguir mojada. Tal vez quien maneja las manecillas del reloj de las coincidencias lo había demorado para que su rutina convergiera en algún punto temporal-espacial en las encrucijadas de la sorpresa y las rutinas de alguien más.
Muriel llevaba puestas sus botitas mágicas por sobre sus medias blancas de algodón también mágicas, por supuesto y calentitas por demás. Pollerita de Caperucita Roja y un pullover de hechicera con la imagen de Bob Esponja bordada en la pechera. El espacio vacío dejado por uno de sus dientitos recién caídos interrumpía su sonrisa de leche luminosa y simpática, informando a quién quisiera mirar que seguramente ya jamás regresaría a su nivel lácteo anterior; que estaba creciendo. El pelo oficialmente rebelde y de subido tono castaño con destellos flameantes en rojo, se reunía aprisionado por un elástico negro decorado con una mariposa cubierta de brillantina que formaba una hermosa y larga cola de caballo del estilo que a su mamá le gustaba cada mañana armar y cuidar.
Abriendo con curiosidad su mano Muriel descubrió el ya derretido elemento de dibujo y tomó la irreductible decisión de desprenderlo con su boca. Comenzó a ejecutar maniobras que resultaban al observador distraído sumamente divertidas y complicadas , pero que eran llevadas adelante con toda terquedad y la sola intención de evitar soltar su muñeca sin brazos. La misma que también estaba vestida con botas rosas y cola de caballo porque a ella misma también le fascinaba esa manera de peinar de su mamá. Como en una toalla frotó y rozó la mano contra la pollera en un intento de desprender el colorido y derretido elemento, que no dejó manchas delatoras sólo por coincidencias de color y tonalidad, pero en la maniobra sus pequeños y rojos labios resultaron pintados por un improvisado rush artesanal que hacía brotar la risa de su mamá y de cuanta vecina cariñosa se acercara a cotillear.
Al Oso también le faltaba un diente, en realidad muchos, pero curiosamente la misma paleta izquierda frontal, mientras que aquellos que quedaban en pie, cual valientes soldados sobrevivientes de alguna guerra, gustaba de recubrirlos en costosas fundas plateadas para asustar e impresionar a los demás. Las botas con punta de acero al estilo tejano, quedaban medianamente ocultas bajo los pantalones de cuero. Su campera de una variedad mucho más plástica y ecológica que cualquiera de cuero natural, cubría su espalda de tachas plateadas agrupadas dando marco a una calavera con alas de ángel y orificios sangrantes en nariz, ojos y oídos para un mejor amenazar. Su largo pelo castaño con reflejos rojizos se reunía en la forma de una cola de caballo mientras la barba se expresaba en toda su hombría en dos trenzas largas y bien cuidadas.
Muriel tomó la leche chocolatada.
El Oso Chaves recién había eructado su primer cerveza.
Con relativa frecuencia Muriel se escapaba de la mano de su madre, casi siempre para correr frente a la mercería que solía mostrar juegos, autitos, pinturitas y muñecas en su vidriera principal. Ella hablaba con su madre, señalaba alguna cosa, le daba instrucciones y retaba a su muñeca, tironeaba de las faldas exigiendo la entrada que sabía mamá retrasaba para cualquier otro día que coincidiera con algún cumpleaños, Día del Niño, Noche Buena, Reyes o Navidad. Pero ella aún así lo intentaba. Luego la miraba y como quién sabe cuál es el punto débil del otro corría desenfrenadamente hacia la esquina riendo con una mirada que era una clara invitación a jugar.
El Oso ya se acomodaba la cola de caballo bajo su casco prusiano de la primer guerra mundial mientras buscaba con la mirada los guantes sin dedos que le ayudaban a manejar en aquellos días fríos su choppera Yamaha Virago 750, negra como la noche, que imaginaba salida de algún comercial de la Harley - Davidson a las que pretendía imitar. A las 9:38 de aquella mañana encendió su corcel del infierno y calzándose las antiparras dio muestras del poderío de la máquina quemando las cubiertas en una humareda de caucho que dejó su impronta marcada en las baldosas de la vereda.
A las 9:38 Muriel reía mirando a su mamá hacer esfuerzos denodados para atraparla. Todavía su semblante no había cambiado para indicar enojo. Aún se trataba de un juego inocente entre dos que se aman.
La esquina de aquella calle bullía como siempre de un tráfico incesante que ignoraba cualquier tipo de medida de seguridad. A las 9:40 el semáforo cambió para detener ese tránsito incesante y permitir que el resto de la humanidad, aquellos que carecen de ruedas, se hiciera por tan solo un instante dueños de ese pequeño espacio de la ciudad y cruzara el río de asfalto con peces metálicos por el puente cebrado de la senda peatonal.
Muriel decidió que mamá la seguiría y encaminó sus pasos con determinación y la audaz idea de cruzar la calle cual alma que persigue el diablo, aunque el diablo tal vez la esperara a medio camino entre ambos lados de ese cruce que a diario juntas solían recorrer.
El Oso ya había alcanzado los 80 Kmts por hora y apenas podía mantener su celular manos libres bajo el mentón apresado por la cinta del casco. En veinte minutos comenzaba su turno y debía llegar a la empresa de distribución antes que los demás si quería obtener una buena cantidad de viajes para hacer la plata del día, del alquiler o simplemente para poner alguna cerveza a enfriar. Aún cuando casi nunca lo hacía comenzó a cortar semáforos sin desacelerar en ningún momento, esquivando a los perezosos o dormidos que se alternaban con los taxis en búsqueda de alguien a quién hacerle perder su precioso tiempo. El amarillo de las luces se hacía amigo apareciendo al límite de la casualidad siendo ya su color preferido como una medalla de oro que lo convertía en el ganador de algún premio a la puntualidad.
A las 9:41 los gritos de mamá frenaron en seco a Muriel sobre el cordón de la vereda, mientras llegaba agitada y con su cara demostrando un sobreactuado enojo. Le sostuvo la mano con fuerza educadora mientras la retaba con una firmeza poco habitual moviendo su dedo índice de manera basculante en un NO mímico repitiendo las reglas de quienes van juntas a pasear a diario por las veredas de esa querida y peligrosa ciudad.
Mamá no escucho el motor de la moto porque la estaba retando.
Muriel tampoco porque la estaba escuchando.
El Oso notó que el amarillo se hacía en cada calle más corto y que tal vez el próximo lo perdería en algún rojo precipitado. Aceleró en aquella última cuadra intentando llegar a su extremo antes que la luz amarilla jugara a las escondidas como una niña rebelde de tan solo cuatro años de edad.
Un camión de reparto terminaba en ese mismo instante su entrega en el supermercado que ambas mujeres intentaban visitar en aquella cuadra y como quién ha dejado de usar los retrovisores por aburridos, extraños o haberlos olvidado, salió de un simple y rápido movimiento impensado hacia el medio de la calle como quien se sabe invulnerable, grande y pesado, imposible de recibir daño pero siempre dispuesto a infringirlo a los demás. Su trayectoria interceptaba la que el Oso como Alejandro Magno en su corcel Bucéfalo se había trazado.
Mamá dijo- Bueno vamos!- y tomando la mano de Muriel, aquella en donde Bob Esponja se había colado en un sticker de transferencia coloreado, se dirigió hacia el cruce sin percatarse que su tiempo se había terminado.
El Oso logró verlas como dos sombras borrosas que se le cruzaban en medio del único espacio que el camión le dejaba como lugar por el que pasar. Volanteó de una manera refleja que le hizo perder la estabilidad, intentó equilibrar su querida y renegrida moto, pero ésta, títere de las leyes de la física y la gravedad, se tambaleó perdiendo la línea, la trayectoria, el camino indicado, convirtiéndose así en una máquina del infierno que sin gobierno llevaba a su jinete por caminos que nunca en su vida hubiera querido transitar. El Oso sabía que ése era el momento de actual, de reaccionar con premura haciendo gala de la experiencia que como conductor había sabido acumular y sin tocar los frenos embragó la máquina e intentó dominarla suavemente, acompañando su equilibrio antes de llegar a perderla en su totalidad.
Las sombras pronto tomaron definición y el Oso vio a Muriel, vio a la mamá, incluso vio el sticker de Bob Esponja adherido en su manito y solo atinó a frenar con todo su cuerpo, con las uñas clavadas en el manillar como si fuera parte de la máquina y su fuerza aplicada pudiera transportarse al motor, a las pastillas, a los discos recalentados ya por el esfuerzo. A último momento inclinó su cuerpo y llevó a todos, máquina y hombre en un deslizamiento por derrape lateral que barría la calle despidiendo los calores que desde el infierno del motor y los escapes se sumaba al de la fricción que todo el conjunto creaba sobre el asfalto.
El tiempo se detuvo, el asombro y el temor acudieron a decorar las caras, mientras el olor a caucho quemado y el ruido ensordecedor de la máquina acelerada en vacío opacaba el grito que aún no había nacido en la garganta de la mamá de Muriel.
Cuando la máquina llegó hasta ellas el Oso pudo ver sus caras, sentir sus alientos entrecortados casi ausentes, mientras el sudor se le colaba por el cuello hacia la espalda en una camara lenta cinematográfica irreal. Una gota cayó desde su frente recorriendo el espacio vacío que la separaba del motor que aún enojado ahogaba sus relinchos. Una nube de vapor se desprendió al contacto de la gota con aquella superficie exigida y ya exhausta por el esfuerzo.
Entre todos reinó el silencio.
El tráfico por la otra arteria comenzó a cruzar.
Muriel parecía divertida. En su cara no había asombro sino algo mucho más parecido a la felicidad. Ella, ausente de cualquier conciencia de lo ocurrido, admiraba aquella imagen oscura e intimidante que recién se detenía en medio de llamativos sonidos, movimientos y olores y sólo atino a sonreír. Una sonrisa amplia, muy amplia. La de un angelito, un petardo, una explosión de vida, un pedacito de cielo que mostraba un diente de leche menos y los labios pintados con crayón derretido de un color rojo intenso. Con una mano estrujada por la desesperación de su madre, Muriel debió soltar su Barbie para agitar la otra y regalarle un saludo a ese caballero negro que había salido de algún cuento de hadas a atronar una mañana como cualquiera que se había convertido en una muy particular.
El Oso Chaves comenzó a temblar, tragó la saliva recién acumulada, sintió el corazón intentando en cada latido abandonar su pecho e invadir su cráneo y con una sonrisa que mostraba la falta de una paleta y muchos dientes plateados, le devolvió la caricia de su gesto agitando también su mano decorada con un águila tatuada que emprendía un nuevo vuelo en la agitación de un saludo amoroso, lleno del agradecimiento a la vida de quien ha engañado a la muerte exactamente en el último momento.
Ese último instante en que el Universo parecía haber logrado al fin el delicado e imperfecto equilibrio que todos soñamos.
OPin
Buenos Aires 2011
© Copyright 2011
Once Cuentos sin Rumbo
ISBN 987-43-8446-9
Buenos Aires 2011
© Copyright 2011
Once Cuentos sin Rumbo
ISBN 987-43-8446-9
Ay! mi madre!
ResponderBorrarTuve miedo que se las llevara puestas!
Bueno, el relato es excelente, y està muy logrado.
Y termina bien.
Eso sì, quien te dijo que los usuarios de maquinas japonesas, queremos imitar las Harleys?
Una Harley es un simbolo de Snobismo, para salames con plata que se ponen camperas de cuero carìsimas, y hacen de motoqueros los fines de semana. Eso sì, en "Harley", que cuesta el doble que la mejor màquina japonesa, aunque tenga menos potencia, y sea un carromato inmanejable.
Pero ellos andan en "Harley"
En fin, el sol sale para todos.
Un abrazo.
Muchas gracias Gaucho, comentarios como el suyo hacen que a uno le den ganas de seguir intentando este complejo ejercicio que es contar.
ResponderBorrarY, si , el Oso es un snob medio roñoso y quería ser un Evil Angel pero le faltó presupuesto. Es un producto de tanta película yanki ;)
Un abrazo grande.
A mi me pareció precioso, desde el principio al imperfecto equilibrio que todos soñamos.
ResponderBorrarFelicidades, de las buenas y sinceras.
También un abrazo
Noah
Gracias amiga, espero que podamos disfrutar de sus comentarios para lograr el equilibrio entre quien escribe y quien lo ha leído.
ResponderBorrarUn cariño para usted.
bellisimo relato nos regalas, esta asturiana sin esperar ser molestia se queda en tu morada donde habitan bellas y sensibles letras.
ResponderBorrarOzna-Ozna, que alegría que se haya acercado hasta mi blog a dejarme un comentario tan bonito. Siempre le estaré agradecido.
ResponderBorrarCariños.