Los indios Pieles Rojas estaban enloquecidos. Habían formado un círculo a la carrera rodeando a los integrantes de una patrulla del ejército que ya no sabía cómo defenderse. Montando en pelo sus broncos overos y tobianos, se erguían sobre esos briosos lomos apuntando las flechas en pleno movimiento, impulsándolas por medio de arcos de las más finas maderas de los que colgaban curiosamente, como amuletos para la certera puntería, racimos de plumas de las aves más coloridas del lugar.
El comandante norteamericano descargó las últimas balas de su pistola Colt 45 con cachas de nácar. Miró a su alrededor y vio como su teniente y el sargento primero Parker yacían inmóviles en el asiento delantero del Jeep. Recorrió con su mirada el resto del convoy y la imagen que recibió lo sumergió en la más profunda desesperación. La tanqueta había recibido cientos de flechas incendiarias que la habían inutilizado luego de que los indios hubieran paralizado las orugas mediante la acumulación de inmensas rocas que impedían cualquier movimiento. El bazooka había recibido una carga de mazacotes de barro que taparon su cañón y lo habían hecho explotar al primer intento de disparo. Incluso los misiles habían sido desactivados con la orina destilada que el brujo de la tribu había preparado especialmente para ese fin…
…no había forma que los blancos ganaran la batalla…
Daniel hizo una pausa para meditar sobre la planificación del ataque final cuerpo a cuerpo entre el cacique Toro Sentado y el General Patton, cuando sintió que alguien o algo se movía entre el pasto salvaje del terreno baldío junto a su casa.
Ya se había acostumbrado a las incursiones de extraños por los fondos del terreno lindante donde muy a pesar de sus padres se terminaban acumulando los restos de la vida ya sin uso de otros vecinos. Mamá solía gritarles que eso no era un basurero, que se fueran a tirar las cosas a sus casas, pero para cuando alcanzaba a abrir la puerta cancel o subirse a la medianera para enfrentar a los maleducados repartidores de basura, ya era tarde y cuanto mucho recibía como devolución hacia su dictado de buenas costumbres ciudadanas, algún insulto proferido de espaldas y a la carrera.
Con un Siux en la mano izquierda y un general de la segunda guerra en la otra, Daniel organizó una patrulla de avanzada para investigar de qué se trataba esta nueva incursión del enemigo.
Por si acaso siempre tenía preparada su escalera junto a los ladrillos apilados de la medianera. Había colocado los cajones de metal de alambre que el sifonero dejaba olvidados de tanto en tanto, conformando un zigzag en progresión de uno, tres y cinco elementos hasta llegar a la altura mínima que le permitiera espiar por sobre los vidrios cortados que encumbraban la pared como defensa contra los profanadores de patios traseros y ropa colgada.
Recordaba mientras tanto que en una ocasión habían dejado una bolsa con cinco gatitos que no le dejaron quedar, otra con un perro viejo en estado de putrefacción que lo miraba fijo desde sus cuencas vacías como si pudiera ver su cara de asco mezclado con curiosidad. Muchas otras veces se trataba simplemente de papeles, latas de pintura seca, pinceles, brochas, rodillos o baldes que ya no podrían nunca volver a ponerse a trabajar.
De todas esas cosas a él, como a cualquier otro chico, le atraían las que tuvieran algo que ver, aunque fuera en lo más mínimo, con el tema de la muerte.
No importa que entendiera, o no, de ella. Es más, cuanto menos pudiera explicarla mejor, pues los niños siempre se sienten atraídos por el enigma que implica más que por cualquier otra imagen o idea asociada.
Los primeros contactos suelen ser sutiles, casi inadvertidos. El perro viejo que tanto quería y que según sus papás se le regaló a un señor que tiene campo y ahora se encuentra feliz y corriendo a las ovejas; el pescadito dorado que amaneció panza arriba por una indigestión de escamitas y terminó girando un vals en las turbulentas aguas del inodoro (vía lógica hacia la puerta dorada del cielo de los peces del mismo color); el gatito abandonado que aún con el cordón umbilical unido y los ojos cerrados alimentó con leche y whiskey sustraído del bahiut de papá para que soportara las duras noches de invierno más calentito y feliz; la rana que pisada por un auto se parecía más a una calcomanía que a un animalito de verdad caído en desgracia, el conejo muerto que cremó en el baldío de la vuelta con docemil fósforos Ranchera y alcohol de quemar para ver con repulsiva sorpresa como escapaban los gusanos por cada orificio o herida que los alejaban de las llamas, o las “chanchitas” que pescaba en el río y destripaba con un simple apretón entre los dedos hasta que volcaban su caviar inútil sobre las zapatillas embarradas.
Todo acto constituia parte de un ritual macabro que a los niños se les da con total naturalidad y es parte importante de la vida para entender a la muerte. Algunos matan pajaritos, otros no, algunos pescan anguilas y ranas y las comen y otros tampoco.
Daniel, por suerte, tenía una vida luminosa y suburbana exenta de videojuegos, noticieros, diarios o cualquier tipo de información que le robara la inocencia haciéndolo crecer con una no deseada velocidad mediante informaciones que adelantaran sus propias conclusiones sobre aquello que en lugar de ver, vivía.
Poco a poco había interiorizado lo natural de que todo tenga un final y comenzó a preguntarse lógicamente en cómo sería el propio, o como era el de los demás. Un tabú que se mantenía incólume con el transcurrir del tiempo, sin datos fehacientes ni otro relato que el idílico cielo al que, si se portaba bien, podría llegar a acceder algún día.
Asomado sobre su escalera metálica con ausencia de sifones, pudo ver que en el paisaje aledaño solo se había agregado una simple bolsa de arpillera del estilo cafetera, que impedía adivinar lo que ocultaba su interior. La bolsa no se movía al compás del viento como otras dejando de tanto en tanto vislumbrar las formas o el contenido oculto en su interior. Pero era grande. Casi como una persona pequeña. Seguramente luego, cuando mamá no se diera cuenta, iría a investigar ese contenido que como un regalo sorpresa despertaba y aceleraba su imaginación.
Eran los 60 que promediaban su década, las pantallas catódicas monocromáticas y valvulares se veían animadas por personajes que volvían o esquivaban a la muerte de la mano de Boris Karloff, Bela Lugosi , Vincent Price o Lon Chaney Jr. haciendo que todos los pibes que disfrutaban de las tardes de invierno frente al televisor, olvidaran en medio del zumbido del estabilizador de tensión cualquier implicancia real que pudiera tener el verbo morir. Por el contrario, hasta les resultaba divertido.
Daniel era de aquellos niños que se vieron atrapados en medio de las tendencias modernosas de la educación primaria, haciéndolo zozobrar en los mares de una educación experimental que por aquellos años traía a las aulas plenas de infantes, métodos y temas que simplemente habían estado siempre circunscriptos a las aulas de los colegios secundarios.
Eran épocas en que las mal llamadas matemáticas modernas con sus teorías de los conjuntos recién ingresaban en lo educacional, pero a los críos se los iba incluyendo en esa misma modalidad mediante regletas e intersecciones abriendo sus mentes a lo que sería en el futuro el inicio de lo computacional.
Una ráfaga fuerte de un viento encajonado en un Venturi de baldío azotó de manera feroz el entretejido de arpillera sin lograr moverlo ni un solo milímetro indicando que aquello que contenía tenía un peso por demás superior.
Patton quedó perplejo mirando a Toro Sentado sin lograr adivinar de qué se trataba.
¿Habrá sangre como en los experimentos de la escuela?
Experimental por todo experimento, el alumnado no era el único cobayo utilizado y así muchos se habían visto inocentemente inaugurando laboratorios de biología donde la vivisección se adelantaba a los años y los bisturíes eran comandados por manitos de no más de diez años.
Y la bolsa que no flamea al viento.
-Señorita...a la rana le duele... ?
Preguntó Daniel frente a una de las tablas donde la rana crucificada con alfileres dormitaba entre vapores de éter a la espera del corte brutal que expusiera sus intimidades funcionales.
-Seño...pero después la cocemos y se va a poner bien... ?
Y mientras la respuesta se hacía rogar por eónes, alguna compañerita decidida y corajuda hacía el primer corte abriendo al animal en canal con mano mucho más que segura.
Mientras el corazón del bicho aún seguía latiendo ante la mirada atónita del alumnado, Daniel prefirió imaginar que se había convertido en la herramienta de muerte que hacía correr las últimas divisiones del segundero de aquella vida estacada que pugnaba por despertarse y huir en pocos y últimos saltos destripados.
Era su propio corazón el que le reventaba los oídos al ritmo batiente del que observaba adherido en la tabla.
Otro corte y el pulmón del animal, como si fuera una caja de resorte, se había inflado merced a la presión negativa casi diez veces su volumen, en un espectáculo que lo hacía ver mucho más atemorizante y real. Fue ese globo de cumpleaños surcado por venas y arterias que le daban resistencia e impedían que pudiera reventar, el que los había hecho iniciar finalmente la huída. Algún alumno había detenido la carrera y volviendo sobre sus pasos pinchó sin miramientos con el filo del bisturí aquélla horrenda y correosa esfera, mientras los vapores del éter se disipaban y el resto de las amigas saltarinas despertaban lentamente sin cicatrices, ni siquiera de las psicológicas y plenas de renovada vida.
Tal vez lo que había en esa bolsa podría movilizarlo de la misma forma. Hacerlo sentir excitado, asustado, curioso. Parecía que la contemplación de la muerte y el terror que le producía, lograba hacerlo sentir curiosamente más vivo de lo que nadie imaginaba.
Pronto se suspendieron las clases sangrientas de aquellos improvisados laboratorios, pero la idea de la muerte siguió surcando las aulas y la mente de Daniel de manera mucho más cercana y humana. Casi las extrañó.
Patton Y Toro Sentado se escabulleron de sus manos y viajaron por el aire hasta hacer contacto irremediable con el mullido suelo.
Mirando la bolsa de arpillera había recordado que un día, entre cajas de cartón y tiras de trapo, llegó a la clase un invitado especial presentado con total e inmenso orgullo por la maestra. Según les había hecho notar, lograr traerlo no había sido nada fácil, pues no abundaban individuos con semejante talante que quisieran visitar a párvulos revoltosos como resultaban ser Daniel y sus compañeritos.
Cuando la bola de trapos de arpillera abandonó la caja, la maestra comenzó a desenvolverla como si se tratara de la osamenta del rey Tutankamon. Y esa fue justamente la sorpresa, pues no estaba lejos de serlo.
Con la última venda se pudo ver en su total magnificencia una amarillenta y brillante calavera humana sin su maxilar inferior y con casi la mitad de los dientes. El silencio reinó por primera vez en varios años de irrefrenable tumulto escolar y no fue hasta que se posó sobre el primer pupitre que se dieron cuenta que estaban frente a la prueba irrefutable de que lo que les esperaba en el futuro a todos era simplemente eso. Esa muerte descarnada y desdentada que los miraba fijo desde sus cuencas vacías.
Veintiocho calaveras mirando a una sola. Veintiocho vestidas con sus atuendos de carne, piel y pelo, aún no expuestas, contra una que se ofrecía en su total desnudez, solo vestida con algunas letras que decoraban su hueso frontal.
"Yo fui lo que tu eres. Tu serás lo que yo soy".
Las letras de infinita belleza y cuidada prolijidad traían un mensaje que pretendía infundir el respeto necesario como para tratarla con el cuidado que esa pieza merecía. Su color lila desteñido hablaba de un azul perdido por el paso del tiempo y el descuido, mientras que el amarillento brillo de la osamenta provenía de algún barniz protector que no había sido diseñado para recubrir aquellos viejos huesos.
Había pasado de mano en mano hasta llegar a las de Daniel. La sopesó sorprendido por lo increíblemente pesada y grande que era, espió por sus agujeros inferiores descubriendo oscuros pasadizos y cicatrices de antiguos pensamientos que habían quedado atrapados en el tiempo exclusivamente para que él los leyera. Había levantado los ojos y preguntado.
-Señorita ¿Quién era...?
- No lo sé querido- dijo con tristeza- seguramente algún mendigo que donó su cuerpo a la ciencia...-
-¿Y él escribió lo de la frente... digo, pidió que le escribieran eso?
Y le dijo que no, que a veces en las universidades, los encargados del mantenimiento del material de estudio hacen intentos por preservar las piezas colocando recordatorios de que alguna vez también fueron personas.
Alguien sollozaba cerca. La compañerita japonesa hija del tintorero del pueblo no paraba de llorar al borde del desmayo. Para ella no era un simple hueso más. Tal vez era la esencia de un ser humano, el miedo al símbolo de la muerte más conocido o simplemente un aire frío que le recorrió la espina recordándole que todos, todos somos mortales aunque preferimos que no nos lo recuerden tan temprano.
Daniel se descolgó de la medianera para buscar a sus dos figurantes amigos mientras del otro lado de la valla de ladrillos finamente acomodados se escuchaba el sonido de un motor de camioneta que se encendía y prontamente disminuía en volumen indicando su alejamiento.
En la cocina la mamá de Daniel, Doña Elisa, estaba planchando las últimas prendas del día. Como compañía mantenía permanentemente sintonizada su radio capilla en la propaladora del pueblo, “Radio El Triunfo” una muestra inequívoca del sentir musical autóctono mezclada con noticias de actualidad e información local. A Esteban Franco lo esperaba el camión jaula que había pedido en la tranquera sur del campo de los Marelli, Josefa Sanchez le avisaba a su marido que estaba en lo de los Troncoso por lo del parto, había vacunación gratuita para perros y gatos en la municipalidad de 8 a 20 hs. Sábado y Domingo y como la hija de los Arakaki seguía sin aparecer, continuaban pidiendo ayuda a cualquiera que pudiera tener información al respecto.
Arakaki, la compañerita japonesa hija del tintorero que había llorado ante la calavera, símbolo de la muerte de los demás, faltaba de su casa desde muchos días atrás. Daniel ya casi lo tenía olvidado. En la escuela se habló varios días sobre el tema pero el tiempo que todo lo cura y olvida, se llevó por delante el recuerdo a la espera de una inminente reaparición. “Se habría ido de viaje” fue el pensamiento anidado de forma permanente en su mente.
Cuando su mamá terminara el planchado iría a ver la bolsa del baldío de al lado. En secreto por supuesto, porque ella bajo ningún concepto lo dejaría andar investigando basura ajena.
Pero primero tenía algo que terminar.
Cuando volvieron Patton y Toro Sentado los Pieles Rojas estaban más encolerizados que antes. Habían incendiado con Napalm a los integrantes de una patrulla del ejército japonés que ya no sabía cómo escapar del campo de trigo donde se encontraban atrapados. Montando en pelo broncas motocicletas Kawasaky, se erguían sobre las magníficas máquinas apuntando sus misiles tierra-aire a la carrera, impulsándolos por medio de ballestas de las más finas maderas, de las que colgaban como amuletos para la buena suerte, las más coloridas figuritas de hadas con brillantina.
El comandante corrió alejándose de la medianera hacia el campo minado de fósforos Tres Patitos, realizando un zigzag que solo hacía que las minas explotaran más certeramente. Miró hacia el campo de batalla y vio como sus Granaderos a Caballo hacían un cerco para proteger al Sargento Cabral y a un señor que estaba caído bajo su caballo, mientras un Jeep usaba su malacate para liberarlo. Recorrió con su mirada el resto del paisaje y pudo ver como los paracaidistas se lanzaban desde un globo aerostático para caer finalmente sobre los guerreros mongoles que al mando de Atila atacaban el castillo de Sir Lancelot…
…, sin duda no había forma de que los japoneses ganaran la batalla…
OPin
Buenos Aires 2012
© Copyright 2012
Cuentos sin Rumbo
ISBN 987-43-8446-9
Buenos Aires 2012
© Copyright 2012
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ISBN 987-43-8446-9
Duro y tierno a la vez.
ResponderBorrarMe gustó Arakaki. y me gustó su cuento.
Felicidades, socio.
Muchas gracias amiga.
ResponderBorrar¿vio? el blog está nuevito y sin uso...
Cariños.
Esta muy bonito.
ResponderBorrarQuise ponerlo en tutu, pero creo que li hice mal, salió fuera de la lista. No aprendere nunca, verdad? :-(
Besitos
Gracias amiga mía. No importa que se pelee con la tecnología. Ella sale perdiendo.
ResponderBorrarDe todas formas gracias por su ayuda.
Cariñones.
Gracias a ud, por arreglar el desarreglo.
ResponderBorrarUn abrazo
Buen relato.
ResponderBorrar"Yo fui lo que tu eres. Tù seràs lo que yo soy", es un epitafio muy conocido, pro no recuerdo de quien.
El final del cuento, es terrorìfico.
Un abrazo.
Gracias por su apoyo Gaucho, así uno puede seguir intentándolo.
ResponderBorrarLo del epitafio se lo dejé comentado en el post original. Está en muchos cementerios e iglesias del viejo mundo. Autor desconocido.
Me alegra que el final haya sido efectivo.
Un abrazo grande para usted.
A veces he leído sus cuentos. Otras, también, los he releído... Sé que le gustaría, amigo, que le comentara más aquí, que le dijera lo cuanto que me satisface dejarme caer entre sus letras y sus indios cargados de verbos arrojadizos. No lo hago, no sé bien por qué, pero como le dije no hace mucho, todo es corregible o enderezable... Ahora estoy aquí, disfrutando de este cuento, de su espacio. Y le doy las gracias otra vez, todas las veces.
ResponderBorrarUn abrazo, y mi admiración.
Mario
Muchas gracias a usted por haber pasado a dedicarle algunos minutos a estos intentos.
ResponderBorrarUn abrazo.